
No, no nos referimos al bodrio mediático con el que Iniciativa México está bombardeando a los teleadictos, machaconamente, por boca de Javier Aguirre (y Costilla, según lo ha rebautizado Julio Hernández, columnista de La Jornada). “Lecciones de historia patria” es el nombre de la primera parte de Instrucciones para vivir en México, un libro de Jorge Ibargüengoitia que pareciera haber sido escrito con motivo de las conmemoraciones del Bicentenario de la Independencia y el Centenario de la Revolución, no obstante que el escritor guanajuatense lo terminó poco antes de su muerte en 1983.
Ibargüengoitia se percata de que los festejos cívicos son la cosa más difícil de inventar, que, además, su organización suele provocar divisiones y hasta enemistades entre los distintos actores de la vida pública. Para muestra un botón: las diferencias, reclamos y las airadas polémicas que ha causado el traslado de las osamentas de los héroes de la patria al Castillo de Chapultepec. Hay quienes lo consideran una impostura oficial, esto es, un engaño y un culto innecesario, incluso un gesto ridículo. La historiadora Patricia Galeana, secretaria técnica de la Comisión del Senado para las conmemoraciones del 2010, lo ha llamado por su nombre: “Necrología a los héroes”. Y todo para que en el 2011 los nobles restos (suponiendo que todos sean auténticos) regresen al Ángel de la Independencia, sólo después de haber sido exhibidos en el Palacio Nacional.
Para honrar a nuestros héroes no se precisa de tumbas ornamentadas ni de grandes edificaciones. Se hace necesario más bien difundir, y llegado el caso, asumir sus acciones libertarias y las ideas que sustentaron su praxis histórica. Sin embargo –vuelve a la carga el escritor- lo primero que se le ocurre a la comisiones es levantar monumentos. El país ya está inundado de estatuas, erigidas de buena o mala fe, pero siempre bajo el influjo de una historia que termina petrificada, fundida en metal, vaciada de sentido, bajo la lógica de lo que don Luis González y González ha llamado la historia de bronce. Por eso –con disculpas anticipadas para los estudiosos responsables- el nombre menos apropiado que se le puede dar a un programa conmemorativo que pretende acercar la historia patria a nuestros niños es, precisamente, el de “Historia Monumental”. Ni qué decir del uso, o abuso, supuestamente memorioso que en este año se da a la obra pública, de tal manera que cantidad de puentes y pasos a desnivel, edificios y carreteras, parques y andadores se bautizan e inauguran con gran pompa, bajo el signo de los Centenarios.
Nadie en su buen juicio discute que es necesario destacar “el lado bueno de los próceres”. Pero es igualmente sano para la moral cívica y secular, comprenderlos y mostrarlos como hombres de carne y hueso, tal como lo ha hecho Rius en sus desenfadados libros. Así, verbigracia, por qué no describir al cura Hidalgo como un sujeto laborioso a la vez que fiestero y derrochador, padre de dos hijas; a Francisco Villa como Doroteo Arango, un centauro pendenciero que llegó a comandar la División del Norte; a don Álvaro Obregón como un gran estratega militar y un caudillo que, siendo presidente de la República, dio la orden para que se aniquilara al general Francisco J. Mújica, el más íntegro de los revolucionarios mexicanos. “Así fueron nuestros antepasados”, dice Jorge Ibargüengoitia; así hay que describirlos en las narraciones históricas. Fueron hombres y mujeres de la más alta dignidad patriótica y son ejemplares, lo mismo que humanos con falencias, afectos y debilidades. Nuestra tarea es comprenderlos; jamás, ensalzarlos mentirosamente, mucho menos, juzgarlos.
No escapó al ojo crítico de nuestro narrador la enseñanza de la historia y los libros que la contienen. “La historia que nos han enseñado es francamente aburridísima”, poblada como está de figuras monolíticas asociadas a frases célebres. Es el caso de Juárez y su sentencia sobre la paz y el respeto, frase que mucho repetimos pero que es letra muerta en la cultura política del México de hoy.
En el aula, en esa ínsula Barataria que es la escuela, las narraciones históricas resultan soporíferas y alimentan el tedio pedagógico, tal vez porque quienes las elaboran no han sabido presentarlas de manera ágil y amena. En los programas de estudio, lo mismo que en el cotidiano quehacer didáctico del docente, la historia es un saber caudatario, situado en la zaga curricular, no es prioritario ni interesante. Muy temprano, en un espacio disciplinario llamado salón de clase, los niños han sido vacunados contra ella; los medios de comunicación se encargan después, sistemáticamente, de la revacunación.
Las “Lecciones de historia patria” son breves pero incisivas, punzantes. En una cuantas páginas, Ibargüengoitia da cuenta, premonitoriamente, de la circunstancia conmemorativa que, en el cumpleaños número 200 de México, nos llama a la reflexión lo mismo que a la polémica. No extraña que sea un narrador quien, al respecto e intempestivamente, haya puesto los puntos sobre las íes: la novela nació ungida a la historia.
Mucho más tiempo nos tomaría un comentario completo sobre el texto en cuestión. Que sirvan estas líneas como invitación a su lectura. Para cerrar, un último pasaje aleccionador de la obra de Jorge Ibargüengoitia: un francés, monsieur Ripois, le espeta a una señora mexicana que no por casualidad lleva el nombre de Malinche: “Tiene usted (o tienen ustedes) una historia triste, y sin embargo, ha (o han) logrado conservar la alegría”. Cierto, nuestra historia ha sido triste; hoy es bruna, pero la esperanza nadie nos la quita.
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